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Simoca, feria, especias, ranchos, ropa y chanchos vivos

Después de hacer el checkin en el Hotel Premier y dejar el equipaje, partimos raudamente a la terminal de ómnibus de Tucumán para tomarnos el micro que nos iba a dejar en la Feria de Simoca, a unos 50km al sur de la capital.

La Feria funciona todos los sábados, desde hace 300 y pico de años. Si, TRESCIENTOS Y PICO DE AÑOS, no me equivoqué. Esta feria nació y vivió muchos años como lugar de trueque de mercadería, en un cruce de rutas y como parte del Camino Real, y hoy es un gran mercado en el que se pueden comprar infinitas boludeces con plata en serio 😀

Hay dos empresas de micro que salen desde la Terminal de Tucumán, cada hora, hacia Simoca: Tradio y El Simoqueño. El boleto cuesta $42 (unos u$ 3) de ida y se puede sacar directamente en el micro. Para sacar ida y vuelta, hay boleterías. Los ómnibus que hacen el recorrido San Miguel de Tucumán-Simoca son como los comunes de Buenos Aires, en un estado bastante “al borde” y van muy rápido. Yo me dormí inmediatamente, pero mi amiga permaneció despierta y helada del miedo todo el viaje que dura más o menos una hora y media (para unas MIL veces en todos los pueblos).

El micro llega hasta la punta de la feria, dónde están las jaulas con animales vivos 😐 Gallinas, gallos, corderos, chivos y chanchos. Y un poco de ternura te da, por lo que decidimos salir corriendo de esa parte -porque estábamos con un hambre africano y no nos íbamos a volver vegetarianas justo ahí con tanto para comer-.

Este mega mercado a cielo abierto tiene sectores bien diferenciados. Mirando desde el frente, donde está la oficina de informes y baños: a la derecha ropa, juguetes y baratijas importadas; hacia el centro, alimentos y especias; y a la derecha, los ranchos de comida, repostería regional y fiambrería. Y considerando que eran casi las 3 de la tarde y nosotras estábamos aguantando con el desayuno frugal del hostel, nos fuimos directo a recorrer los ranchos en los que los dueños te llaman a los gritos cuando pasás -ay, si, todo muy regional y autóctono-.

Nos sentamos en una de las elegantísimas mesas del lugar –con mucho esmero y poquísima higiene– y pedimos una porción de cabrito y un tamal. No tenían vino suelto y para una botella sola a 40º al sol no me daba el cuero, así que agua. La primera porción del chivito (cabrito es la comida, chivito es el animal me explicó el Mauro) salió con fritas con mayonesa -nunca entendimos el por qué de la mayonesa en las papas fritas-, y como nos quedamos cortas, pedimos otra que vino con ensalada rusa -tampoco sabemos por qué vino con ensalada rusa, pero en esos lugares es al pedo y de colores hacer reclamos o preguntas existenciales-. El tamal era total y absolutamente auténtico, hervido en caldo con muchos aromas a especias y cero picante, aunque no me arriesgo ni un papelito de caramelo a adivinar de qué animal era la carne  que tenía adentro.

Ya con la panza llena y el corazón contento, nos dedicamos a recorrer el resto de los puestos, comprar especias y unas empanaditas de dulce de leche -que estaban sublimes-, sacar las obligadas fotos a las montañas de pimentón y ají  picante, ir al baño y emprender el regreso.

Está claro que la visita a la Feria de Simoca no es para delicados o gente sensible pero yo volví fascinada. No se ven turistas urbanos y el trato de todos es de locales. Como el resto de los tucumanos, no pueden más de amorosos y dispuestos a dar toda clase de explicaciones hasta cuando me puse intensa preguntando sobre las diferencias entre variedades de ají picante 😀

Si están por la zona un sábado, tómense un colectivo a Simoca y déjense llevar por su ritmo.

 

mtorchiari

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